|
Foto y texto suplemento "Ñ" del diario "Clarín" |
A veinte años de la publicación de “Crónica de un iniciado”,
y a partir de la reciente edición de sus “Cuentos completos”, Abelardo Castillo
habla de cómo ese libro lo afectó.
"Al terminar Crónica de un iniciado sentía que nunca
iba a poder escribir de nuevo algo como eso. Lo pude superar escribiendo un
cuento", recuerda.
A Abelardo Castillo le tocó en suerte vivir una de las
experiencias literarias más asombrosas de la literatura argentina. Llevó
consigo durante treinta años el borrador de una novela. El libro crecía con él
y no acababa nunca y llevaba un título que llegó a ser legendario antes de
publicarse: Crónica de un iniciado . Hace ahora justo veinte años, el libro
finalmente se imprimió y distribuyó, lo que no impidió que Castillo lo siguiera
modificando con cada reedición. Antes había dado lugar a otra novela con el
mismo protagonista: El que tiene sed . En estos días en que se han vuelto a
publicar en un solo volumen los Cuentos completos de Castillo, descubrimos
además que muchos de esos cuentos pertenecen también al orbe de sus novelas y
las completan. En realidad, apenas hemos empezado a entender el acto
incalculablemente fecundo que representa Crónica de un iniciado y los caminos
que abre para la literatura de pasado mañana.
La historia misma de su escritura, accidentada y guiada por
una persistencia casi demencial en la época de Twitter y de los significados
instantáneos, tiene múltiples resonancias y funciona como relato ejemplar.
Castillo la empezó a principios de los sesenta como un cuento; al terminar la
década había terminado un borrador de varios cientos de páginas que no lo
satisfacía. La dejó de lado, pero la siguió pensando. Con el tiempo, estar
escribiendo Crónica de un iniciado se convirtió en una forma de vida. Para
cuando la terminó, la novela había ido cambiando junto con su autor. Pero si el
autor cambiaba de acuerdo con los azares de la vida, ¿quién era responsable por
los cambios en el libro? ¿Tenía éste realmente un autor? Lo productivo de esta
pregunta se entiende mejor si recordamos el argumento del libro. Esteban
Espósito, joven y soberbio aspirante a escritor, llega a Córdoba. Ahí conoce al
poeta Santiago, que se le parece como un doble avejentado y melancólico. Conoce
a Bastián, que lo odia sin que Espósito entienda por qué. Conoce al doctor
Cantilo, un tilingo que entiende sin embargo algunas cosas cruciales de la vida
y se acuesta con su mujer, Verónica. Conoce, sobre todo, a Graciela. Se enamora
de ella y tiene que vivir ese amor en sólo tres días, porque después debe
regresar a Buenos Aires. Lo que en realidad ha venido a hacer Espósito a
Córdoba es dejar de ser un joven y convertirse en un hombre. Y en ese trance le
sale al cruce el Diablo y le propone un pacto. Entre otras cosas.
Crónica de un iniciado es la versión más reciente del mito
fáustico, y la primera que se adapta a la doxa, la irreligiosidad y los
conocimientos científicos de nuestra época. Ahora bien, a lo largo de las
páginas, quien escribe va cambiando y cambia también su visión de la historia
que cuenta. Graciela no se ve igual al principio y al final del libro; la
naturaleza del Mal cambia a medida que el autor, precisamente por escribir este
libro, cambia.
Crónica de un iniciado es (entre otras cosas) la primera
novela cuántica: como en el principio de incertidumbre, el acto de observar
altera el objeto observado.
Sólo con eso alcanzaría para que leer Crónica de un iniciado
sea algo urgente. Arriesgo una razón o dos más. Como quedó apuntado, es una
novela a la que el destino, por así decirlo, sacó de su hábitat natural.
Publicada en la época en la que fue concebida, en los sesenta, junto a Sobre
héroes y tumbas , Rayuela o Cien años de soledad , la novela de Castillo habría
sido leída como otro de esos monstruos que entonces se llamaban novela total.
Leída en los 90, la novela destacó sobre todo por lo que se percibía como una
belleza verbal y una grandiosidad que a muchos agradó y a otros les resultó
anacrónica. Ahora, desde hace unos años, corre un fantasma por la literatura
argentina: el fantasma de la realidad. La teatral Buenos Aires, en la ficción,
fue desplazada por el prosaico conurbano o la provincia. Al artificio de las
grandes tramas a lo Cortázar o Piglia suceden las narraciones sin dirección, la
crónica de pequeños sucesos, los esbozos autobiográficos. Esto es lo que hay,
parece ser la consigna implícita, hay que aprender a arreglarse con esto. Y
bien: ahora venimos a descubrir que de eso, de la necesidad y la dureza de
reconocer lo que se es realmente, trata también Crónica . Sólo que dramatizado
y con una voluntad de ir hasta el fondo que sería difícil encontrar en una
novela reciente. La conversación que sigue debería dar una idea de esta
historia extraña y de esta aun más extraña actualidad.
¿“Crónica de un iniciado” empezó como un cuento?
Sí. En la época en que yo no había publicado todavía mis
cuentos hice un viaje a Córdoba. Tengo anotada en mi diario la fecha de
octubre, en un hotel, donde digo precisamente que estoy en un hotel y que ya me
vuelvo a Buenos Aires. Y ahí escribí la primera página de Crónica , que siempre
fue la misma. Era un cuento que se llamaba “Graciela” y que yo sentía que podía
estar en el libro que estaba escribiendo, que era Las otras puertas . En
“Graciela” un muchacho de 27 años, casi un hombre, se enamora de una mujer. Y
siente que se tiene que volver, aunque no pueda precisar por qué. Todo tenía
que ocurrir de manera muy acelerada; él tenía que vivir la historia del
enamoramiento y la conquista, todo en un día. Pero no sabía por qué. Era una
especie de capricho demoníaco.
¿En qué momento Esteban Espósito se convirtió en el
personaje que conocemos?
Bueno, Espósito se parece a mí, pero hay una distancia muy
grande respecto de las cosas que yo pienso o hago. Cuando la novela tomó forma,
el personaje mío inicial se dividió en tres: Santiago, Bastián y Esteban. Esos
tres, mezclados y con una dosis de buena voluntad, se parecen bastante a
Abelardo Castillo.
A medida que avanzaba sentí que eso no era un cuento, que
tenían que pasar más cosas. Entonces empezó a aparecer al tema de lo demoníaco.
En realidad, todo lo que me ocurría iba a parar a esa novela. Recuerdo que iba
caminando un día por la 9 de Julio y había una galería donde unos monos y patos
muy raros, y en algún sentido perversos, bailaban al compas de la música si vos
ponías una moneda. En ese momento se me ocurrió la idea de alguien que va
poniendo monedas en esas máquinas, hace una especie de gran concierto final,
que es su propio requiem , y después se mata. Era un cuento casi escrito, pero
entonces sentí que no, que era la muerte de Santiago. La novela empezó a ser un
agujero negro que se tragaba todas mis ideas.
En la novela, el Diablo le plantea a Esteban cuál es el
trueque que le ofrece: darse al mal, y con eso hacer un libro...
Siempre pensé escribir algo sobre el pacto con el Diablo.
Había leído todos los Faustos que se conocen: el de Spies, el de Marlowe, el de
Goethe y el de Thomas Mann. En el clásico, Fausto pacta con Mefistófeles por el
conocimiento; en el de Goethe, por la juventud; y en el de Mann, el premio –o
el castigo– es la obra de Adrian Leverkühn pero en un sentido de excelsitud que
el diablo le promete. Mi pacto no es por la sabiduría, que siempre entendí como
un problema menor de lo fáustico. Es sólo retomar el viejo problema bíblico: “Coméreis
de este árbol, seréis como dioses”. Pero a partir de ese momento el alma está
perdida. Eso ya está muy bien tratado en la Biblia. Pactar por
la juventud no era una cosa que podía interesarme, porque yo era joven.
Recuerdo que Sabato me decía: “Usted no va a poder escribir este libro.” En
realidad, Sabato en algo acertó: tardé mucho tiempo en terminarlo. Pero el
pacto no es por la conquista de una mujer ni por la juventud. Se pacta por una
obra, pero no por la grandeza de esa obra. El diablo le dice a Esteban, con
toda claridad, que no le gritó Non serviam!
a Dios para conchabarse de amanuense suyo; le garantiza que
va a escribir el libro, pero que sea bueno o malo ya es una cuestión de él. Y
además, le dice algo que yo sentí –pero lo sentí antes de la novela, como parte
de estas ideas que me daban vueltas–: que es un pacto para nada. No hay castigo
ni hay premio. Es como si ya estuviera sellado antes de la voluntad de ellos.
Y sin embargo, se le pide algo a Esteban: que reconozca la
existencia del Diablo.
El pacto, en realidad, es nada más que la toma de conciencia.
Se le pide a Esteban que tome conciencia de lo que es, de que debe dedicarse a
la literatura, por decirlo así, y cambiar su vida por la literatura. En el
fondo del pacto de Esteban está la famosa premisa de Nietzsche: llegar a ser lo
que se es. Nietzsche no dice “llegar a ser algo superior.” No: hay algo que se
es. Pero la condición esencial de esa trayectoria es reconocerlo. Da la
impresión de que esto fuera una paradoja; pero no es tan fácil llegar a ser lo
que uno es. Porque hay que aceptarlo con todas las contradicciones que ese
llegar-a-ser tiene. Esteban tiene que aceptar que no va a poder amar, que no
tiene casi sentimientos humanos normales y que todo lo que toca de alguna
manera está en peligro. Es muy ambiguo el pacto, muy descorazonante. Se dice,
palabra por palabra: “Es todo contra nada.” Todos los Faustos anteriores
incluyen algún tipo de más allá. El suyo es el primer Fausto de la tradición
que es ajeno a cualquier idea de trascendencia.
Lo dice el propio demonio en el libro: dejemos aparte la
cuestión de Dios. Existe el Mal, de eso estamos seguros. Esteban estaría muy
cómodo si existieran el Diablo y Dios, esa entidad que ha venido recorriendo
las fábulas durante tantos siglos. Entonces bastaría con ser ateo para abolir
al Diablo. No: el problema es mucho más serio. Exista Dios o no, el Mal existe.
Ni siquiera hay castigo; incluso el Diablo de mi novela le reprocha a Thomas
Mann el haber recaído en la vieja idea de las parrillas y los gritos y el frío
helado y qué sé yo. Lo perdona diciendo que era un clásico: no tenía más
remedio que aceptar los cánones. Pero no hay parrillas: hay esto que tenemos
acá y ahora. Y el infierno ya existe. Está dentro de Esteban; es Esteban. Es lo
que los orientales llamarían el karma.
Los años que le esperan a Esteban, dice el Diablo, no son
buenos; se refiere a sus años de alcoholismo. Cuando usted empieza la novela,
no puede saber eso. ¿En qué momento usted empieza a incluir el alcohol como una
parte de la historia?
Yo ya bebía en el 61 o 62 sin darme cuenta. La vinculación
con el alcoholismo, no quisiera exagerar, pero creo que viene demoníaca en
serio; porque cuando yo escribí Israfel , en 1959, no tomaba una gota de
alcohol; por qué, entonces, elijo la historia de un alcohólico. En el primer
cuento mío que sobrevive, “El candelabro de plata”, ese tipo, aunque lo
disimule, es una especie de alcohólico. Pero yo no tomaba para nada. La entrada
del alcohol en mi vida real fue antes de empezar la novela, y la salida del
alcohol fue después de terminarla.
En 1970 usted tenía una versión terminada de este libro.
¿Por qué no la publicó?
Porque me parecía que faltaba algo siempre. Y lo que faltaba
era mi edad, y poder agregar cierto tipo de cosas. Por ejemplo, para mí es
esencial el diálogo entre Esteban y el doctor Cantilo. Espósito descubre, junto
conmigo, que Cantilo sabe que él se acuesta con su mujer. Su modo de contenerla
era darle cierta libertad. Y lo único que quiere saber el pobre Cantilo es si
los dibujos de su mujer son buenos. Lo obliga a decir a Esteban que no le
gustan, que son mediocres. Y Cantilo le dice que él ya lo sabía. Pero que no se
lo diga. Porque Espósito es capaz hasta de decírselo a ella. Es decir Cantilo
comprendía todo. Y Esteban siente que este tipo, en esa escena, en la oscuridad,
ha crecido.
Usted habla de las canalladas de Esteban. Pero lo cierto es
que la maldad de Esteban no se muestra mucho. Quizá el lector puede completar
el cuadro al leer acerca de canalladas que aparecen en algunos de sus cuentos,
como “Hernán”...
Sí, o “Noche para el negro Griffiths”, o “Crear una pequeña
flor es trabajo de siglos”. Esteban los contiene a todos ellos. Yo realmente
viví con este libro; en realidad, el libro se escribió a sí mismo. De hecho, se
dice en las últimas páginas que ya no sabe quién es el autor. Empieza en
primera persona, se va deslizando hacia una primera persona muy ambigua y
termina en tercera. ¿Quién escribe entonces? Es como si fuera un libro que
escribí, literalmente, sobre mí mismo. La teoría que yo tengo sobre la correción,
que instala Valéry en la literatura, es que corregir un texto es una
modificación espiritual de uno mismo.
¿Cómo se vive después de terminar un libro así?
Al principio, con bastante angustia. Al punto que yo sentí
que no iba a poder escribir nunca más nada. Me había pasado recomendando a la
gente joven que nunca terminara un libro sin tener otra cosa empezada, pero
cuando terminé Crónica , no tenía nada más. Además, yo siempre sentí que esto
de la gran obra era una pavada; que uno escribe lo que puede y que, como decía
Huxley, da tanto trabajo escribir un libro bueno como uno malo. Y sin embargo,
yo sentía que nunca iba a poder escribir de nuevo algo como eso. Lo pude
superar escribiendo un cuento policial, que es “La cuestón de la dama en el Max
Lange”. Además, leí una frase de Sartre que me terminó de consolar. Le
preguntaron si sentía que, a los 70 años, ya lo había dicho todo. Y Sartre
contestó que sí, pero que cuando un escritor no tiene nada que decir es cuando
puede volver a decirlo todo. Pensé: “Esta es la verdad.” Cuando empezamos a
escribir, en realidad no tenemos nada que decir; escribir es casi una cosa que
se siente en el cuerpo.
Uno siente que la ambición de “Crónica” tiene un aire a esa
novela total de los 60. ¿Sintió que estaba hecha para otra época?
No sé si lo sentí. Lo que sé es que mientras la escribía,
quería que no perteneciera a esa época.Tal vez eso la perjudicó: tal vez
decidiéndome a terminarla en los 70 habría tenido una difusión distinta. Pero
yo siempre le tuve terror al Boom, porque me parecía algo superficial. Pienso
que muchas novelas escritas durante el Boom, que fueron fundamentales, si se
publicaran hoy no pasaría nada. Pero eso me hace acordar algo que anoté en mi
diario (lee): “Segunda edición de Crónica : la novela, al menos en términos
argentinos, fue un éxito. Críticas, entrevistas, etcétera. ¿Tendré ánimos ahora
para volver a escribir algo que me comprometa entero, quiero decir algo que
sienta necesario para mí? No me importan el éxito ni el reconocimiento, pero
esto ya lo sabía desde Israfel . Lo único que de veras me importa es sentir que
estoy haciendo algo donde yo mismo me pongo en cuestión.” Es una novela
milenarista. Lo que primaba era la idea del fin del mundo. En octubre del 62
estuvieron por entrar en guerra Estados Unidos y Rusia, lo cual era
sencillamente el fin. Se vivía todo provisoriamente. No lo teníamos en cuenta
ni eramos conscientes de eso. Pero escribir un libro, salir con una mujer,
sacar una revista literaria era tal vez la última cosa que uno iba a hacer. Y
en la novela yo quería poner esa sensación: todo va a ir a parar a la nada. Sin
embargo, hay algo en la novela que no se dice; son unas palabras que le dice el
Diablo a Esteban al oído. Y Esteban entonces abre los ojos desmedidamente. Yo
no sé bien qué le contó. Pero lo sospecho. Sospecho que le dijo: el arte tiene
sentido. No me atreví a ponerlo, primero porque quería dejar que cada uno le
pusiera su propio sentido. Y después porque me parecía casi demasiado trivial.
¿Qué sentido tiene el arte en un mundo que va a desaparecer? Bueno, el sentido
que le damos. Empezamos de nuevo desde cero. Tal vez eso dice esta novela.