Falta un mes para que arranque el Mundial de fútbol, pero sus irradiaciones ya nos atraviesan inapelables.
Así, en este contexto, hasta le podríamos ver el costado deportivo al estupendo, formidable recital que ofreció Nelson Goerner para el abono del Mozarteum y confirmar, sin que se deslice ningún error, que el pianista mostró un estado atlético extraordinario, que sus dedos se movieron con firmeza y seguridad a gran velocidad y que se enfrentó con dos compositores colosales sin denotar ninguna merma física.
Con todo, esta visión deportiva del asunto es, a todas luces, insuficiente y, habría que completarla diciendo que el arte afloró invicto y que a todos les quedó clarísimo que lo que aconteció sobre el escenario del Colón no fue una muy vigorosa exhibición de virtuosismo sino una maravillosa muestra del mejor arte de la interpretación musical, llevado adelante por un artista increíble que ofreció un programa descomunal en su complejidad y en sus exigencias técnicas con todas las ideas y la mayor sensibilidad.
La suma de tres obras de altísima dificultad técnica y radicalmente diferentes en sus propuestas discursivas y estéticas parecieron ser la mejor oportunidad para conocer el fascinante Mundo Goerner, un planeta en el cual conviven en armonía infinidad de cuadros y situaciones creados a puro talento. Entre las Variaciones op.21 y las Fantasías op.116 de Brahms hay una distancia de cuarenta años y entre estas dos obras y la Hammerklavier de Beethoven un verdadero abismo. Y Nelson no sólo que se paseó con soltura y un gran rendimiento sino que materializó estas tremendas partituras con realizaciones irrefutables, interpretando y traduciendo los secretos y misterios que están latiendo en el medio de esos pentagramas endemoniados.
Nelson denota una inusual capacidad para adentrarse en cada individualidad con total convencimiento y, por supuesto, con las mejores armas para poder concretarlas. Cada variación del op.21 y cada uno de los caprichos e intermezzi que conforman el op.116 son unidades autónomas, con perfiles y contenidos diferentes. Brahms no ahorró imaginación ni creatividad para construir obras extensas como una suma de pequeños módulos, todos perfectos, cada uno, un eslabón de la gran cadena. Tal vez lo más admirable de la interpretación de Goerner haya sido saber entender cuál es la esencia íntima de cada bloque y cómo hacerlos suceder, tan disímiles uno de otro, con una continuidad invulnerable. Si bien las variaciones están, necesariamente, más cercanas una de otra por derivar todas de un mismo molde inicial, Nelson les encontró su naturaleza y las articuló de modo seguro. Pero fue más notable aún la sabiduría aplicada para encarar y recrear cada uno de los ocho cuadros del op.116. Con pocos segundos entre uno y otro, Goerner supo armar mundos de intimidad, de dolor, de efusiones o de dignidad. Todos bellos y emocionantes.
Lejos de Brahms, en la segunda parte, sólo con su alma, Nelson se midió con el Beethoven más enigmático, poderoso y sorprendente, el de la Sonata Hammerklavier, una obra ciclópea, insondable y plagada de emboscadas. Con una convicción férrea y sabiendo de sus ideas y sus destrezas, a lo largo de sus cuarenta y cinco minutos, Nelson ofreció una interpretación fenomenal de la Hammerklavier. De principio a fin no hubo decaimientos ni dudas. Por citar sólo dos momentos, son de recordar la interpretación de la extensísima introspección del tercer movimiento y la lectura potente, veloz y clarísima de la fuga que abre el cuarto movimiento, una de las más dificultosas de todo el repertorio pianístico.
Un cronista deportivo podría decir que el pianista se sostuvo imperturbable a lo largo de los dos tiempos de cuarenta y cinco minutos que duró el partido. Pero, en realidad, fueron dos partes de un concierto memorable que abundó en ideas sólidas y en realizaciones excelentes que dieron pie a que aflorara la mejor música. Después de los aplausos hubo tres piezas fuera de programa, como corresponde, radicalmente diferentes. Para despedirse y cerrar una noche inolvidable, Nelson demostró, una vez más, cómo en el Mundo Goerner pueden coexistir la poesía íntima de Chopin, las tempestades de Rachmaninov y las reflexiones de Paderewski. Sin conflictos, sin antagonismos, en paz y en perfecta armonía.