La calle estaba triste. Hacía frío. Había viento y la gente
iba abrigada hasta tapándose la nariz; caminaba encorvada y con rapidez. Para
colmo llovía. Intensamente, y las gotas estallaban contra el pavimento de la
esquina de la escuela. Los pocos transeúntes observaban atemorizados hacia
Yrigoyen o Mitre, cuidándose de los automóviles, cuyos conductores parecían
haber acordado no respetar charcos. Iban como escapando del temporal...
Poco más de las cinco; los chicos habían dejado la escuela y
la tarde empezaba a teñirse de penumbras. El cielo gris y las ramas de los
árboles de la plaza de la iglesia brindaban un panorama ideal para una película
de terror. El viento sacudía las ramas y hasta parecía se quebrarían,
haciéndolas girar en una danza frenética.
El cristal de la puerta de la Clínica Plaza Constitución
reflejaba la gente en el interior. Todos parecían fantasmas anaranjados que se
sacudían al compás de los movimientos que el ventarrón de la calle daba a la
puerta. Y viéndolas desde adentro, las personas aparecían sentadas o paradas en
el medio de la calle en una imagen difusa y hasta cómica. Esperaban su turno de
consulta, hablando casi por necesidad de hacer algo; lo hacían silenciosamente,
como respetando el cuadro de la foto de la enfermera con el dedo cruzado en los
labios.
Casi noche cuando la gente encontró un entretenimiento
mirando hacia la antena de la escuela. Seguía lloviendo...
—¿Qué pasó?—pregunté acercándome tímidamente.
—Parece que una paloma quedó enganchada en la
antena...—respondió un señor sin mirarme.
Tal cual. Una palomita había quedado atrapada de la antena.
Aleteaba con desesperación...
Los pacientes seguían acercándose a la puerta, observaban, y
retornaban a esperar su turno. Seguro sin dejar de pensar en la palomita, que
parecía extenuada, acaso muerta por tanto esfuerzo.
La gente se lamentaba. Y comentaba buscando razones por qué
la paloma quedó atrapada. Vaya a saber que la sujetó y condenó a una muerte
segura.
Sin embargo, la luz de dos faros perforó la noche. ¡Los
bomberos! Bajaron velozmente y observaban la antena desplegando escaleras.
Buscaban algún indicio de vida de la paloma. (¡No pudo haber muerto!, pensé).
Lloviznaba cuando empezó el ascenso de un hombre. Pero a
nadie interesaba el detalle. Sí que el viento había amainado, como una
bendición al arrojo iniciado. Nadie recordaba el turno; se apretujaban en la
puerta hasta que algunos decidieron seguir el episodio desde la vereda. Y los
que pasaban, se detenían, absorbidos por la curiosidad.
El muchacho había llegado casi a la cima. E imaginé que si
seguía con tanta ansiedad era porque la paloma había dado signos de vida. Los
compañeros, alumbrando, sostenían con fuerza la escalera. Ya a nadie importaba
el frío y la llovizna. Y hasta se dieron gritos de júbilo cuando el bombero
alertó que la tenía en su mano. Descendió con ella unos metros y, seguro que
podría sola, la dejó en libertad.
Imaginé su vuelo feliz y esperanzado. Pero apenas pudo verse
la silueta oscura, al mismo tiempo que el muchacho empezaba a recibir calurosos
saludos, vivas y felicitaciones. Busqué la paloma, pero la noche ya era dueña y
señora de la calle...
(Jorge Alberto Bolla, 1998)