A los 81 años, Abelardo Castillo, autor fundamental de la literatura argentina, publica "Del mundo que conocimos", una selección personal de sus cuentos que funciona como una suerte de mapa íntimo; mapa que traza un recorrido por momentos muy específicos de su extensa producción narrativa.
Publicado por Alfaguara, el libro se presenta como una "antología personal" que abre con el ya clásico La madre de Ernesto –que inauguró su primer volumen de cuentos, Las otras puertas–, e incluye varios textos posteriores como Patrón, Los ritos, Las panteras y el templo, entre tantos otros que marcan un recorrido por temáticas, estéticas, procedimientos y recursos que fueron cambiando a lo largo del tiempo.
Nacido en San Pedro (Buenos Aires) en 1935, Castillo escribió novelas, cuentos, teatro, ensayos y poesías. Autor de textos ya clásicos de nuestra literatura como Israfel, El que tiene sed y Crónica de un iniciado, entre otros, el autor habla en esta entrevista sobre la aparición de este nuevo libro donde él en persona eligió los cuentos que lo integran, y explicó por qué no lo considera una antología.
–¿Por qué no considera a este libro una antología?
–La palabra antología pertenece más a la editorial que a mi
propósito. Yo lo pienso más como un mapa personal, aunque hubiera sido un poco
petulante que se llamara así. Nos hemos acostumbrado a que la antología es una
selección que tiene un valor de los méritos, y eso es lo único que no puede
hacer un autor: uno no puede decir cuáles son los mejores, sino los que han
significado algo al momento de escribirlos. Lo que hice fue optar por una
solución que me quedaba muy cómoda: les pedí a mis alumnos de taller que
hicieran una lista de los cuentos que les gustarían que se publicaran en una
selección. Hay otros que están por razones más personales que literarias.
–¿Como "La madre de Ernesto"?
–La anécdota de ese cuento no es mía, me la contó un
compañero del colegio secundario; en las primeras ediciones salió dedicado a
él. Como murió hace muchos años, quería rendir tributo a mi adolescencia, que
está representada por nuestra amistad. En otro de los cuentos, Los ritos, pasa
otra cosa: si el lector se fija el año de publicación puede ver que coincide
con la época en que escribí Crónica de un iniciado. Lo que yo sentí con ese
cuento es que por fin había encontrado la prosa que me permitía escribir la
novela. Era una cuestión íntima pero algún lector puede advertirlo: si ves la
superficie del cuento te das cuenta que es la novela contada de otro modo.
–También se produce un interesante contrapunto en los
cuentos "Also sprach el señor Núñez" y "Patrón", son como
dos universos distintos en términos de tema, estética y tratamiento...
–En Also sprach el señor Núñez aparece el absurdo, la
alienación y lo apocalíptico. Son parte de mi época. Lo escribí en el '57, era
el esplendor de la obras de Camus. Estaba influido por la literatura francesa y
el existencialismo, que es de alguna manera mi modo de ver la realidad, pero
también está presente la literatura de Arlt. Mi generación no había leído a
Arlt sencillamente porque no estaba publicado; se lo conocía como periodista.
Recién hacia 1959 la editorial Losada empieza a publicar sus obras. Ese tono,
que hoy es contemporáneo, en lo personal es el cuento donde yo descubrí la
posibilidad del humor. Patrón, en cambio, fue mi búsqueda de otra cosa: un tipo
de cuento menos breve. Un tema que no me tocara personalmente.
–En "El tiempo de Milena" creo advertir una cierta
respiración cortazariana...
–Ese cuento es algo así como una meditación acerca del paso
del tiempo. En cuanto a los elementos fantásticos, más que Cortázar, a quien
admiro profundamente, es tal vez una deuda con la literatura fantástica
inglesa, es un cuento en esa tradición. Con Cortázar pasa algo interesante: por
mi edad, lo leí tardíamente. Cuando lo leí por primera vez, ya existía buena
parte de lo que sería mi obra. Israfel, por ejemplo, es la vida de Poe. Mucho
después me enteré que una de las tantas selecciones de la obra de Poe que yo
había leído había sido traducida por Cortázar. Cuando lo conocí, hacia el '60,
por sus libros, era absolutamente desconocido en la Argentina. La primera
crítica seria a Las armas secretas se la hice yo. Pasó algo muy curioso:
quedamos en intercambiar unos cuentos. Yo le mandé Historia para un tal Gaido,
y él me mandó Continuidad de los parques. En ese cuento el lector es muerto por
un personaje del libro; en el mío, el autor es asesinado por uno de los
personajes. Eran muy similares. Fue algo que conversamos mucho con Cortázar.
–El tema de la muerte aparece, de diversas maneras, en todos
sus cuentos...
–No sé cuáles son mis temas esenciales. Podría decir que la
locura o la muerte, pero son casi los temas esenciales de la literatura. Debe
ser porque tenemos una franca tendencia a morirnos los seres humanos, por eso
nos tiene a todos preocupados el asunto. Muchas veces he reflexionado por qué
nos influye tanto. Hace muchos años estaba en Córdoba, tenía 25 años, fui a un
congreso de cuentos cuando todavía no había publicado mi primer libro. Ahí vi
una cara femenina. Alguien contó una historia que decía que un buen cuento es
un hombre encerrado en una habitación, solo tocando el clarinete, que de pronto
se tira por la ventana. Es extraordinario todo lo que encierra eso. Ni bien
terminó el congreso empecé a escribir lo que sería una novela que me llevó 30
años de reflexión. No puede ser que de las cosas que me pasaron en Córdoba solo
recuerde una cara y un cuento. En ese sentido, creo que la muerte es el tema
casi por excelencia. La necesidad de combatir la muerte es casi lo que explica
un libro monumental como En busca del tiempo perdido.
–¿Cómo ha sido su relación con la escritura en el tiempo?
–No es algo que haya reflexionado en un sentido riguroso. Lo
que siento es que cuando empecé a escribir mi acceso a la literatura era por
agregación, escribía de todo: poemas, teatro, un diario, cuentos, todo era para
escribir. Con el tiempo empecé a escribir por extracción. Ya sabía qué era lo
que podía escribir. Cuando encontrás tus límites también encontrás la
literatura. Todas la formas me daban el mismo trabajo, pero de algunas yo me
sentía más cerca. Siempre quise ser poeta, pero creía que me iba a morir a los
23 años; ahora tengo 81. Hay un momento en que entendés que las obras llevan
mucho tiempo, y una manera de vivir es vivir escribiendo. El otro momento donde
descubrí la escritura de verdad fue en una entrevista que nos hicieron a Borges
y a mí en una antología. Yo era el menor, Borges era el mayor en todos los
sentidos. Ahí nos preguntaban cuándo escribíamos. Yo conté las razones por las
que escribía de noche, una disertación totalmente palabrera. Pero yo quería
saber qué iba a decir Borges. Ante esa pregunta, dijo: siempre. Ahí me di
cuenta: un escritor escribe siempre, aunque no escriba. No es el acto de
escribir lo que te define como escritor, es tu manera de ver el mundo. Ahí
entendí lo que es la escritura: no importa si no escribís durante un año, ya
escribirás, porque si estás mirando la realidad desde la literatura, eso va a
ir a parar a un libro. Que ese libro sea publicado es accesorio. Muchos grandes
escritores han prescindido de la publicación. En mis talleres siempre digo lo
mismo: si lo que quieren es publicar, no vengan. Esto es para los que quieren
escribir.
–¿Cuál es tu idea sobre la poesía?
–Para Aristóteles todas las formas literarias son formas de
la poesía. No creo en un escritor que no tenga como núcleo la poesía. No
importa si escribe poemas. El propio Bradbury declaró alguna ves en sus
consejos a escritores que antes de sentarse a escribir un cuento lean un poema.
Entrevista y foto Agencia Telam