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Foto Mesa por la Memoria |
Olga Llanos presentó, en la Biblioteca Popular Rafael Obligado, el libro web "Nosotras en libertad", como parte de las actividades programadas por la Mesa por la Memoria.
Llanos, sampedrina de nacimiento, estuvo detenida entre 1976 y 1979. Su relato forma parte de la construcción colectiva del libro web, en el que se expresan más de 200 mujeres presas políticas.
"En la cárcel de Villa Devoto empezamos a tejer una trama que, en libertad, supimos mantener. Para llegar a nuestras casas -allí adonde la historia nos hizo anidar- ustedes podrán recorrer diferentes itinerarios, por nuestro país o el exterior" expresa la reseña de la compilación.
El cierre de la jornada estuvo a cargo de la cantante Sofía Rotundo y el músico Fabián Miranda.
A continuación, publicamos el texto que Olga Llanos aportó a "Nosotras en libertad".
"Un hijo y el exilio
Olga Llanos
Nueva York, Estados Unidos
La libertad llegó con el exilio. Libertad y exilio. Dos palabras que me da ganas de escribir con mayúsculas, porque no han sido menores en mi vida. Con el exilio también llegó la crianza de mi hijo, a quien tomé de la mano después de casi cuatro años de llevarlo hacia lugares diferentes, extraños, extranjeros. El viaje en avión fue una muestra de lo que vendría: a Ignacio, mi único hijo, que estaba a punto de cumplir cinco años, le dolía el estómago porque sentía que no vería a su primo Cristian por mucho tiempo. Y no se equivocaba. Con Luis seguíamos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN) y, por lo tanto, hasta que no se levantara el estado de sitio en Argentina, hasta que no llegara la democracia, no podríamos volver al país.
Era así de simple como se golpeaba a la gente. La libertad llegaba, no como un derecho sino como un privilegio que estaba atado a la pérdida del lugar, la familia, los amigos, los olores y sabores propios. En mi caso, empezó en ese avión en el que el capitán de a bordo me dio la bienvenida y me entregó mis documentos ni bien cerraron las puertas. Ese gesto fue la primera expresión de solidaridad en libertad. Él había recibido instrucciones de las autoridades -que todavía me consideraban presa- de no entregármelos hasta pasada la escala programada en Brasil. En aquel avión, las azafatas hablaban en inglés y yo, que moría por tomar un vaso de jugo de naranja, tuve que conformarme con lo único que podía pedir en inglés: “Coca-Cola” . Pero no importaba. El dolor de estómago pasaría y ya tendría oportunidad de tomar jugos de naranja, pomelo, vino, café y lo que quisiera. Aunque no sería tan fácil tomar mates, ni ginebra, ni fumar cigarrillos Particulares. Tampoco importaba. Estábamos juntos los tres. Estábamos libres ¡Estábamos vivos!
Luis, mi compañero de toda la vida y padre de mi hijo, nos esperaba en el aeropuerto de la ciudad de Nueva York. Él venía allanando nuestro camino desde hacía unos meses y también estaba enfrentando el exilio con heridas frescas que compartir y curar. También volvía a ser padre después de un tiempo que pareció un siglo y debía aprender a serlo. Además, se reencontraba con su pareja de muchos años y debía romper una separación que, a veces, se sentía como un océano.
Enfrentábamos las dificultades como podíamos pero con fuerza. Nada nos frenaba. Nada nos parecía demasiado difícil. Ninguna montaña era tan alta que no pudiera ser escalada. Nos empujaba la energía de saber que habíamos sobrevivido cuando ¡tantos! no pudieron. Habíamos visto y conocido el horror de la represión. Sabíamos que estar vivos y juntos era un privilegio, era el resultado de una situación en la que habíamos tenido muy poco control. Acá estábamos y no era cuestión de desperdiciarlo.
La familia y los amigos se alegraban de sabernos libres, aunque se lamentaban por sabernos lejos. Nosotros llorábamos y puteábamos, pero queríamos seguir adelante. Si habíamos sobrevivido a la cárcel debíamos poder sobrevivir al exilio que -no jodamos- tenía que ser más fácil. Y así encaramos: lo más importante en aquel momento era aprender a criar a nuestro hijo en una cultura diferente y disidente.
Era difícil volver a ser padres de ese niño que habíamos perdido siendo un bebé de apenas un año. Yo tenía la ventaja de haber compartido casi cuatro años con muchas mujeres extraordinarias que hacían maravillas para acompañar el crecimiento de los hijos a pesar del tiempo y la distancia que nos separaba de ellos. Seguir siendo madres pese a las visitas a través de locutorios y a la situación represiva era nuestro objetivo. Pasábamos horas hablando sobre la mejor forma de encarar esta o aquella situación. El futuro reencuentro con nuestros hijos era uno de los temas sobre los que reflexionábamos juntas. Aprendí de ellas y el recuerdo de esas charlas me acompañó en muchos momentos de incertidumbre.
Las dudas que nos atormentaban respecto de Ignacio eran: ¿Cómo sería crecer sin la familia y los amigos?, ¿y aprender un idioma diferente?, ¿seríamos capaces de mantenernos cerca suyo a pesar de ser padres extranjeros, raros?, ¿podríamos participar como queríamos de su educación y crecimiento?, ¿lograríamos darle las armas necesarias para asegurar que tomara las decisiones correctas cuando enfrentara la tentación de las drogas en la escuela?, ¿podría llegar a esas decisiones por sus propios medios resistiendo la presión de sus pares? Nosotros no teníamos experiencia ni formación contra el uso de drogas. Fumar tabaco y tomar un poco de alcohol era toda nuestra experiencia en el tema ¿Seríamos capaces de acompañarlo mientras nosotros mismos íbamos saliendo adelante con nuestras propias vidas y dificultades? ¿Podríamos superar nuestras miserias?
La vida nos ayudó. Ignacio aprendió inglés mucho más rápido y nos hizo de traductor en las mismas tiendas en las que yo le enseñaba que, si en algún momento se separaba de nosotros y no podía encontrarnos, debía acercarse a una cajera y pedirle que nos llamaran. Me aterraba pensar en esto mientras él correteaba entre las góndolas. Este lugar ya no era nuestro San Pedro, el pueblo en el que casi todos sabíamos quién era quién y dónde vivía.
Llegamos a Nueva York en la mitad del ciclo escolar en el que Ignacio debía estar cursando Jardín de Infantes. Las vecinas inmigrantes, con las que lograba hablar y consultarles sobre la situación educativa de sus propios hijos, me aconsejaban inscribirlo en una escuela parroquial y me miraban aterradas cuando les decía que mi intención era enviarlo a una escuela pública. Me resultaba difícil entender que familias latinas inmigrantes, que vivían en un barrio marginal como el nuestro, me recomendaran enviar a mi hijo a una escuela católica y privada, convencidas de que allí los niños recibirían una mejor educación. Era, y soy, una creyente apasionada de la educación pública y laica. Por entonces, desconocía el sistema educativo local. Ignacio no hablaba inglés y yo no tenía comprobantes de que él hubiese concurrido a la escuela en Argentina hasta el momento del viaje. Esto dificultaba tremendamente el ingreso a cualquier escuela. Así que opté temporariamente por un jardín privado hasta que al final del ciclo, luego de las vacaciones, pudiese ingresar a la escuela pública del barrio. A los pocos días, me dijo que su maestra estaba aprendiendo castellano. Y fue muy tierno comprobar que no era así. Su maestra le seguía hablando en inglés. Era él quien estaba aprendiendo el que sería su nuevo idioma.
Cumplió cinco años a las dos semanas de llegar y festejó entre nuevos amigos solidarios, recibiendo una pelota de fútbol de parte de uno de los nuevos “tíos” que lo hizo hincha de River por mucho tiempo. Creció siendo muy buena gente. Fue un niño sano y un adolescente típico. Le robó el auto a su padre antes de tener permiso y escribió poemas cada vez que alguien le rompió el corazón. Con esfuerzo mantuvo y cultivó su manejo del castellano ya que era la única manera de continuar la comunicación con su familia y amigos de Argentina. Lo logró y hoy es totalmente bilingüe. Enfrentó su propio exilio con extrema madurez y bastante consideración hacia nosotros. Hoy es padre de dos hijos que nos maravillan y compañero de una mujer atípica que lo quiere y valora. Es abogado y trabaja para mejorar las posibilidades de justicia de aquellos que no las tienen.
Todo esto me hace sentir que pudimos. Que no nos venció el odio ni nos aniquiló el encierro. Trataron pero no pudieron destruirnos. Y hoy seguimos queriendo un mundo más justo. Seguimos buscando verdades. Seguimos construyendo nuestra historia en libertad".